Pocos autores de nuestra literatura cautivan de tal manera con el atractivo de su personalidad y la fresca lozanía de su obra como Garcilaso de la Vega, cuya temprana muerte en campaña vino a coronar de aureola legendaria una peripecia vital inquieta en la que se entretejen el amor y la muerte, la guerra y la poesía, consagrando al poeta toledano como arquetipo del ideal caballeresco del Renacimiento. Todavía hoy, el dulce lamentar de sus endecasílabos consigue conmover a los lectores modernos con asombrosa perennidad, y su puro y suave estilo bañado de naturalidad, la índole amorosa y doliente de su poesía y el juvenil carisma de su figura convierten a Garcilaso en uno de los protagonistas más entrañables de nuestra historia literaria.
Viajero frecuente entre España e Italia, Garcilaso supone para nuestra poesía la asimilación plena de la modernidad, la incorporación a la lírica española de la brillantez y elegancia de las formas renacentistas italianas y un golpe de timón estético hacia nuevos horizontes de laica belleza. En una España aún sumida en fórmulas literarias medievales, incapaces de hacer despegar la poesía castellana de añejas tosquedades, de la vulgaridad del romance o del artificio de la lírica de cancionero, Garcilaso irrumpirá con sus limpios y elegantes endecasílabos, poniéndolos como ramos de aroma paganizante a los pies de un obsesivo dios: el amor. De Italia nos traerá, en bandeja repujada de mitología, toda la luz renacentista de Toscana, el candor bucólico de Virgilio y el amoroso apasionamiento de Petrarca. Con él nos llegará el bucolismo tibiamente sensual de Salicio y Nemoroso, y el Tajo, de río prosaico y cotidiano, apto sólo para el riego de acequias hortelanas, se nos convertirá por la magia de sus versos en escenario olímpico de ninfas y pastores. El paisaje de Toledo ya no será el mismo después que Garcilaso lo pinte con el ingenuo encanto de un Botticelli literario. Hermosas ninfas y lánguidos pastores enamorados poblarán a partir de él las riberas del abrupto Tajo, y de su seno, resplandecientes de pagana belleza, emergerán de cuando en cuando Nise, Filódoce, Dinámene y Climene, «peinando sus cabellos de oro fino» y erotizando «el agua clara con lascivo juego».
No es su mundo poético el oscuro y trágico de las hogueras inquisitoriales, ni el de la opresión e intolerancia que observa a su alrededor, sino un ámbito idealizado donde reina el sueño escapista de un poeta rodeado de una realidad en gran parte desabrida. Desde esa perspectiva, su llamativo silencio en temas religiosos puede que nos esté informando soterradamente de las inquietudes de quien sabemos que, en el preludio de la represión contrarreformista, gustó de rodearse en Italia de amigos erasmistas y luteranos.
Nacido en una familia aristocrática, Garcilaso parecía abocado a una vida triunfante en el seno de la corte refinada que correspondía a una época iluminada del esplendor renacentista; pero sobre las circunstancias de su existencia gravitará determinantemente la personalidad militarista y ambulante de un rey-emperador, Carlos V, que arrastrará su biografía a largas itinerancias y conducirá sus pasos por el derrotero de la violencia bélica, en cuya profesión acabará sacrificándose después de dejarnos el alegato patético de tantos versos condenatorios. Su periplo existencial, aunque breve, aún le bastó para saborear las mieles del prestigio intelectual y el aplauso de sus méritos caballerescos pero también para sufrir las hieles del destierro, de las luchas civiles, de los conflictos amorosos y del desgarro por la muerte de su primogénito. Hay en su vida, a pesar de los externos brillos, como una oscura fuerza que, gobernando su destino, lo llevase por sendas de fatalidad, en búsqueda permanente e inútil de «lo que nunca se halla ni se tiene»:
«Así paso la vida, acrecentandomateria de dolor a mis sentidos».
Pero si breve fue su vida y no siempre respondió a la felicidad que su alta posición social y cualidades personales auguraban, la posteridad, en cambio, ha sido extraordinariamente pródiga con el toledano. Pocos autores han gozado como él de tan unánime reconocimiento póstumo ya desde los tiempos inmediatos a su muerte y difícilmente hallaríamos un poeta de tan poderosa influencia a lo largo de los siglos y de las más diversas escuelas literarias. Garcilaso encarna el modelo cabal de gentilhombre renacentista, tan diestro en el manejo de la espada como en el pulsado del arpa y el laúd, poeta excepcional y militar valeroso que sobresalía por sus cualidades naturales y formación intelectual entre los caballeros de su entorno. Hombre nuevo de una época que reestrenaba los valores del gozo terrenal, los ideales de la belleza y el amor a la cultura. Desde los poetas del Siglo de Oro a Rafael Alberti o Miguel Hernández, las voces más escogidas de nuestra literatura han sumado sus acentos al gran monumento panegírico garcilasiano, contribuyendo entre todos a su exaltación como «príncipe de los poetas castellanos» y su configuración como paradigma del héroe-intelectual con algo de donjuán dolientemente lírico. «Tipo completo del siglo más brillante de nuestra historia», le definió Gustavo Adolfo Bécquer, en palabras que parecen pensadas para inscripción de pedestal.
Lamentablemente, quienes lo trataron sólo nos han dejado una descripción somera de su personalidad y ninguna de sus rasgos físicos. La aureola de Garcilaso empieza a configurarse durante los últimos años de su vida y se ve impulsada por la ola de conmiseración que su prematura muerte extendió entre quienes le conocieron. El poeta italiano Tansillo, que trató a Garcilaso en Nápoles y trabó con él lazos de amistad, lo cantó con un bello soneto que nos informa de que el concepto de Garcilaso como arquetipo de poeta-soldado tenía circulación ya entre sus contemporáneos:
«Spirito gentil, che con la cetra al collo,la spada al fianco ognor, la penna in mano»...
El propio Garcilaso es el primero en definirse atrapado en una dualidad aparentemente antitética –«diverso entre contrarios»– entre el oficio de las armas y su irrenunciable vocación literaria, desdoblamiento que dejará enunciado en numerosas ocasiones a lo largo de su obra y que cuaja con rotundidad lapidaria en aquel célebre verso: «tomando ora la espada, ora la pluma». Una dualidad, sin embargo, más contradictoria para la mentalidad de hoy que para la de entonces, que concebía las armas y las letras formando parte del conjunto de virtudes propias de todo cumplido caballero.
Para el benedictino Honorato Fascitelli d'Isernia fue Garcilaso «el español más distinguido, festejado y querido entre cuantos hasta entonces vivieron en Nápoles». Pedro Bembo, por su parte, dirá de Garcilaso: ...«aquel gentilhombre es también un hermoso y gentil poeta, todas sus cosas me han sumamente agradado y merecen singular recomendación y alabanza. Aquel delicado espíritu ha superado con mucho a todos los de su nación y puede suceder que, a no cansarse en el estudio y en la diligencia, supere también a los demás que se tienen por maestros de la poesía». Cosme Anisio, uno más de la extensa nómina de amigos napolitanos del poeta, dirige dos epigramas a Garcilaso donde señala que en el toledano se dan cita la sabiduría de Minerva, la gracia del ánimo y del cuerpo y la generosidad de hacer el bien. En la misma línea de elogios, el humanista Juan Ginés de Sepúlveda lo califica de «vir singulare virtute ac omni humanitate literarumque doctrina oraestans». El cronista burlesco Francesillo de Zúñiga, contemporáneo de Garcilaso, le retrata con dos desconcertantes adjetivos: «grave y melancólico», que lo mismo podría ser ironía del bufón, que busca la risa en el contraste con la realidad, que correspondencia cierta con el «dolorido sentir» que impregna la obra y no poco de la vida de Garcilaso. Otro cronista, Gonzalo Hernández de Oviedo, dice de él en sus Batallas y Quincuagenas: «...era gentil músico de arpa e buen caballero e le vi tañer algunas veces». Pero quien mejor podría habernos confiado la naturaleza profunda del poeta, su íntimo amigo Juan Boscán, se muestra lacónico en sus noticias e infelizmente difuso: «Garcilaso, tú que al bien siempre aspiraste»...
Tres décadas después de su muerte, Garcilaso era ascendido a los cielos de la caballería andante por el fantasioso y contumaz versificador Luis Zapata, que le pinta vencedor en dura liza contra trescientos forajidos cuando volvía de enmendar un entuerto en favor de cierta dueña. Pero el retrato que ha prevalecido y divulgado con más éxito la imagen de Garcilaso es el acuñado por alguien que, sin embargo, no lo conoció: su primer biógrafo, el poeta sevillano Fernando de Herrera. Nacido el mismo año de la muerte de Garcilaso, no alcanzó, en consecuencia, a conocerlo personalmente, por más que la descripción que realizara del poeta sugiera lo contrario. Trató, eso sí, a alguno de sus parientes, como don Antonio Portocarrero y de la Vega, sobrino y yerno de Garcilaso, el cual pudo proporcionarle los datos que servirían de base al retrato que Herrera nos ha transmitido y que ha constituido el molde para la más difundida estampa del poeta: «En el hábito del cuerpo tuvo justa proporción porque fue más grande que mediano, respondiendo los lineamientos y compostura a la grandeza; fue muy diestro en la música y en la vihuela y arpa con mucha ventaja, y ejercitadísimo en la disciplina militar, cuya natural inclinación lo arrojaba a los peligros porque el brío de su ansioso coraçón lo traía deseoso de la gloria que se alcanza en la milicia. Crióse en Toledo hasta que tuvo edad conveniente para servir al emperador y andar en su corte, donde por la noticia que tenía de las buenas letras y por la excelencia de su ingenio, nobleza y elegancia de sus versos y por el trato suyo con las damas, y por todas las demás cosas que pertenecen a un caballero para ser acabado cortesano, de que él estuvo tan rico que ninguna le faltó, tuvo en su tiempo mucha estimación entre las damas y galanes».
Tomás Tamayo de Vargas esbozará en 1622 un apunte biográfico con el que prosigue la escalada idealizadora del poeta-soldado: «...el más lucido en todos los géneros de ejercicios de la corte y uno de los caballeros más lúcidos de su tiempo; honrado del Emperador, estimado de sus iguales, favorecido de las damas, alabado de los extranjeros y de todos en general...». Es el cardenal Alvaro Cienfuegos, ya en el siglo XVIII, el que consolidará, con retórica de oropel barroco, la erección definitiva del mito: «De Toledo vino a la Corte del Grande Carlos Quinto, adonde se hizo expectable en los exercicios más espiritosos de cavallero, singularmente en manejar la espada y el cavallo. Era garboso y cortesano, con no sé que magestad embuelta en el agrado del rostro, que le hazía dueño de los corazones no mas que con saludarlos; y luego entraban su eloquencia y su trato a rendir lo que su afabilidad y su gentileza avían dexado por conquistar. Ningún hombre tuvo más prendas para arrastrar las almas, aviendo dispuesto la naturaleza un cuerpo galán y de proporcionada estatura para palacio de la magestad de aquella alma. Adorábale el pueblo, y sus iguales o no podían o no se atrevían a ser émulos porque el resplandor de sus prendas deslumbraba a la embidia, dexándola cobardes los ojos con la mucha luz, o del todo ciegos».
Amasada con generosos materiales, la figura del toledano ha sido ascendida a la peana de los mitos, pero el riesgo de éstos es quedar apresados en una efigie estereotipada, sujeto de luminotecnias monumentalistas que impiden apreciar, sin los necesarios claroscuros, su verdadera dimensión humana. Garcilaso de la Vega, antes que ese personaje consagrado por la posteridad, fue sobre todo un hombre con un destino incierto que construir día a día, zarandeado por las circunstancias de la época que le tocó vivir y sujeto de necesidades y pasiones de las que, a menudo, exceden la capacidad de autodominio. Un centenar de documentos, en su mayor parte de carácter notarial y burocrático, junto con varios millares de versos y algunas dispersas alusiones de cronistas, son los precarios elementos con los que desarrollar el argumento de toda una vida. Pero Garcilaso sigue siendo esencialmente un misterio cuyo ser profundo se nos ofrece, mejor que en parte alguna, en la emocionante confesión de sus versos. Es en su obra donde, por encima de los convencionalismos de género, alienta la huella más auténtica y palpitante que nos será posible conocer del poeta. Cualquier evocación biográfica resultará siempre pálida al lado de esos íntimos jirones que Garcilaso nos dio de sí mismo en la doliente y dulce vena de sus endecasílabos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario